
¿Por qué pegan, muerden o empujan? Una mirada amorosa desde la infancia
¿Por qué pegan, muerden o empujan? Una mirada amorosa desde la infancia Entre los dieciocho meses y los tres años de edad, es común observar que algunos niños comienzan a manifestar conductas como pegar, arañar, morder o empujar. Aunque estas acciones puedan preocuparnos como adultos, es importante entender que forma parte de un proceso del desarrollo evolutivo completamente normal.
¿Lo hacen con mala intención? La respuesta es clara: NO. Estas conductas no son intencionales ni significan que el niño tenga “problemas de conducta”. A esta edad, los pequeños aún no han desarrollado completamente las habilidades para comunicar sus emociones o resolver conflictos de manera verbal y regulada. En cambio, responden con lo que tienen disponible: su cuerpo y su instinto.
Un sistema de defensa primitivo Desde la neuroeducación y la psicología del desarrollo, se entiende que estas reacciones son parte de un sistema de defensa primitivo. Cuando un niño pequeño se siente amenazado o invadido (aunque el adulto no lo perciba de esa manera), su cerebro aún inmaduro puede activar dos posibles respuestas básicas: defenderse o huir. Este sistema no pasa por un razonamiento consciente. Es automático, instintivo. De ahí que el niño actúe sin prever consecuencias ni entender completamente el impacto de sus acciones.
Los sentimientos de las familias y la educadora Cuando se produce una conducta agresiva en el aula, no solo se ven involucrados los niños: también emergen emociones intensas en las familias y en la propia educadora. Es importante reconocerlas y darles un espacio de validación y acompañamiento.
La familia del niño agredido suele sentir preocupación, impotencia, enfado e incluso miedo. Es natural que quieran proteger a su hijo/a y que deseen una solución inmediata. Es importante acompañar esta preocupación explicando el contexto evolutivo de estas conductas y mostrando las acciones que se están llevando a cabo en el aula para gestionarlas.
La familia del niño que agrede, a menudo se sienten culpables, avergonzados o juzgados, y también experimentan tristeza por no saber cómo ayudar a su hijo/a. Pueden temer que su hijo sea etiquetado negativamente. Como escuela, es fundamental acogerlos sin juicios, explicarles que no es un “mal comportamiento” sino una señal de una necesidad no expresada, y trabajar juntos en la búsqueda de estrategias respetuosas y efectivas.
La educadora también atraviesa un cúmulo de emociones: frustración, agotamiento, tristeza, empatía, tensión o dudas sobre si está actuando correctamente. Sostener el bienestar de todos los niños, contener emocionalmente a las familias y gestionar estos episodios con calma y pedagogía no es tarea fácil. Reconocer esta carga emocional y ofrecer espacios de formación, reflexión y apoyo profesional es imprescindible para cuidar a quien cuida.
¿Qué podemos hacer como adultos? Acompañar sin juzgar. Comprender que no es maldad, sino una forma limitada de expresión. Poner palabras a lo que ocurre. Ayudar al niño a nombrar sus emociones: “Estás enfadada porque querías ese juguete”. Modelar alternativas. Enseñar otras formas de resolver conflictos: “Puedes decir ‘no me gusta’ en lugar de empujar”. Anticipar. Observar patrones y actuar antes de que se desencadene el conflicto. Trabajar en red. Escuchar y sostener emocionalmente a todas las partes implicadas: niños, familias y profesionales.
En el aula y en casa, el reto no está en castigar estas conductas, sino en entenderlas, gestionarlas y transformarlas desde el respeto al ritmo madurativo de cada niño. La colaboración entre familia y escuela, basada en la confianza y la empatía, es la clave para acompañar estas situaciones de manera saludable y constructiva.
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